" cinódromo: noviembre 2013
Powered By Blogger

martes, 26 de noviembre de 2013

En un lugar solitario/ Nicholas Ray/ Estados Unidos 1950




Cine negro y un Humphrey Bogart tan duro como siempre. Gloria Grahame lo acompaña en la intimidad de un amor tormentoso y con demasiadas sospechas. La actriz está muy bella y tiene momentos muy tiernos en esta noir dramática de elevado suspense en la que el clímax nos mantiene expectantes y entretenidos hasta su gran final. Gloria Grahame hace de una “femme fatal” que no lo es del todo, o simplemente no lo es ya que ni es mala, más bien todo lo contrario, ni usa su sexualidad para atraer al héroe (en el presente caso más bien antihéroe): es sensual, pero no explota su dote actuando sin reparos para su provecho, la sensualidad está ahí porque ella es como es y al hombre le atrae hasta un grado en el que no puede controlar su deseo; tal vez ahí guarde similitudes con la mujer fatal clásica de siempre; si tiene un barniz de mujer fatal lo es de puertas afuera, en apariencia, al poder creer alguien que arrastraría a Bogart hasta su destrucción si fuera preciso: después de todo él es alguien importante, reconocido y con una buena posición social…la mujer no. Mucha gente la podría tomar por una aprovechada. Pero la culpa del drama no es de ella sino de un personaje, el del escritor, que mantiene con la chica una relación demasiado posesiva, reaccionando mal cuando sabe que ella no confía lo suficientemente en él y decide terminar la relación disimuladamente. Para Bogart es una traición, un engaño demasiado grave como para perdonar.
 

 
Esa violencia que parece innata en el escritor que interpreta Humphrey Bogart es un problema cuando se desata en toda su dimensión. Eso, lamentablemente para él, no lo convierte en un hombre cruel (y digo lamentablemente porque, después de todo, él no merece acabar como acaba). Su parte más oscura es más apariencia, por esa violencia que aparece a veces, que otra cosa. Se ve que es alguien noble que no controla lo suficiente sus impulsos violentos cuando son motivados por injusticias o mismo por alguien que se pone chulo y le busca las cosquillas. Eso tampoco quita que a veces cometa errores como los pudiera cometer cualquier otra persona “más normal” (el término normal aparecerá en el film dándole un significado que explica todo esto).




La relación entre Bogart y Gloria Grahame se irá deteriorando aún a pesar del amor que se profesan. En Sospecha, de Alfred Hitchcock, ocurrirá algo similar con la pareja protagonizada por Joan Fontaine y su partenaire Cary Grant. Él, sin embargo, no sería culpable de nada y las sospechas se desvanecerían de un modo antinatural; su esposa en realidad sí le debía tener el miedo que mantiene durante una parte del film, pero hasta sus últimas consecuencias, hasta el final. En la película del gran Nicholas Ray también hay sospechas motivadas por la violencia del escritor y el inconveniente de un asesinato que incrementará las dudas de una mujer tan enamorada de su compañero como Joan Fontaine de su marido Cary Grant. Sólo que en el film En un lugar solitario el final es consecuente con un clímax maravilloso que conduce a un amargo final.



domingo, 17 de noviembre de 2013

Persona/ Ingmar Bergman/ Suecia 1966



Me entusiasmó tanta genialidad condensada en a penas 80 minutos rebosantes de fascinante reflexión existencial, cuyo discurso, como si de un psicoanálisis o íntima confesión se tratase (con la mujer “muda”), sería la propia película. Persona es una comedura de coco existencial del gran director sueco Ingmar Bergman, reflexión profunda sobre el ser humano elevada a la categoría de obra de arte. 
En su discurso no hay resistencias y se procura ser sincero en la voz de Alma, a pesar del obstáculo interpuesto en su personalidad (apropiado el nombre, después de todo su alma se desnuda), algo que no ocurre tan fácilmente en una vida llena de falsedades.

Alma es una enfermera encargada del cuidado de una actriz que ha sufrido un episodio desconcertante cuando representaba una obra de teatro, Electra; la mujer deja de hablar en plena obra y muestra unos síntomas preocupantes de inestabilidad emocional que, una vez puestos a examen en una clínica, no demuestran ningún tipo de alteración que haga sospechar por su salud mental. La actriz, Elisabeth (Liv Ullmann), y la enfermera (cuyo papel hace la actriz Bibi Andersson) intentarán arreglar el mutismo de la primera trasladándose a una casa de verano donde las condiciones de tranquilidad serán ideales para el caso.







Lo que parecía una cosa: el misterio que escondía el mutismo de la actriz, un silencio revelador con el que no quiere seguir desnudándose para pasar de ser alguien observado y juzgado a ser como una cosa que se protege del mundo (¿Una buena elección para dejar de sufrir?), qué era lo que le podía ocurrir y si había algún remedio para el estado en el que se encontraba, se pasará gradualmente a un ejercicio vivencial llevado a cabo por la enfermera, que para intentar arreglar lo de Elisabeth se lanza a un intenso e íntimo monólogo en el que habla de ella misma. Es en ese relato donde lo existencial y los desequilibrios cobran presencia de un modo rotundo. El silencio de la actriz ayudará a Alma a expresarse. En su relato hay angustia, deseo y remordimientos. Las imposturas reflejan inautenticidad y la frialdad es una constante. El yo (unido a ese superyó freudiano censurador) y el ello se confrontarán y producirán una alteración. El pulso entre el deseo y un deber incómodo atormentará a Alma quien, no obstante, elegirá en ocasiones el camino con el que luego se sentirá culpable. Puede que el desdoblamiento surja por la presión sentida en la disputa interior, quién sabe, pero lo que sí puede creerse más fácilmente es que el conflicto provoca una reacción desestabilizadora que conllevará angustia y obsesiones de tipo moral. Esa angustia se percibe intensamente y de un modo fantasmagórico cuando observamos los primeros estadios del desdoblamiento de la personalidad; el miedo al mundo, a la crueldad del mundo, será insoportable y no se podrá escapar de él. Las dos mujeres se convertirán en una única persona. 



Las imágenes inconexas llenas de poder visual, a veces hipnóticas, nos bombardearán de un modo abrumador, pero sin ningún tipo de excesos (lo formal es equilibrado, curiosamente, tratando el tema que trata y de una elegancia absoluta, elegancia existencial se le podría llamar, primeros planos incluidos), igual que en ese inicio en el que se suceden las simbologías de connotaciones religiosas y en las que la presencia de la muerte no deja de incomodar; es también aquí donde se dejará caer que la propia filmación es una mascarada, una fantasía, una escisión de la realidad cuando se nos mete de lleno en sus entrañas y descubrimos aspectos técnicos que después en pantalla nos maravillarán, pero siempre recalcando que es una representación en la que se usan numerosos trucos, como en la vida, pero sin ser la vida misma. ¿Y qué decir sobre esos primeros planos ya mencionados? No sé, pero son distintos a cualquier primer plano de cualquier película que se nos ponga. Son grandiosos y están llenos de vida, pero no de esa vitalidad alegre de quien la ama y la disfruta con plenitud sino de dura existencia, expresan casi lo inexpresable por la dificultad que conllevaría intentarlo con palabras, esas palabras que, sin embargo, tan bien se expresan en el monólogo interior de Alma que oímos todos y que tanto sentido tienen, dolor incluido, o en las palabras de la, creo que era, directora del hospital referidas a Elisabeth. Y si a tales imágenes se les ayuda (que tampoco hacía falta) con una música de apariencia difícil, inestable, pero hermosa, confusa, impenetrable como la propia mente, mejor que mejor; porque esa música arrastra a las mil maravillas a un ambiente que oprime por la culpa y una existencia amarga en la que las mascaradas se sucederán y en la que ni la ternura de un hijo, y el amor que necesita de su madre, es suficiente para calmar el malestar provocado por el propio egoísmo, un interés que se resiste a renunciar a sí mismo y que, tal vez,  por un efecto rebote, obligue a odiar al propio hijo.