Imposible andar por un precipicio
lleno de nieve con tanta desenvoltura y despreocupación; y si entra en escena
un oso, como si estuviésemos ante una aparición, del que ni se percata el bueno
de Chaplin, todos nos asombraremos
con el susto y nos reiremos seguidamente por el comportamiento tan despistado
del animal, parecido al que demostrará el buscador de oro.
La búsqueda del preciado mineral y
el cambio de vida que supondría el hecho de encontrarlo, convirtiendo a esa
persona en una afortunada de lograrlo, lleva a la gente en masa a embarcarse en
los más arriesgados proyectos, aventuras como la que experimentará Charlot quien tendrá que vérselas con
forajidos peligrosos, animales salvajes con sus peculiaridades que parecerán
más de otro mundo que de éste, parajes imponentes de naturalezas
inhospitalarias o “crueles” mujeres cuya diversión favorita es divertirse a
costa de un hombrecillo singular y entrañable aprovechándose de que sus
sentimientos han quedado al descubierto por un descuido. Charlot se ha enamorado de una de ellas; la relación que surge es
deliciosa se mire por donde se mire. Su ternura, sinceridad (a pesar de los
juegos sin malas intenciones de ella y sus amigas), gracia, respeto serán
auténticos y contagiarán buenas sensaciones. El interés que se desencadena por
la evolución de esta historia romántica tan poco habitual será creciente.
Situaciones al borde del desastre,
de lo trágico, son contadas sin que lo cómico deje de asomarse con la habilidad
del saltimbanqui o del Douglas Fairbanks de
los mejores tiempos, la precisión más matemática, la gracia, ingenio y magia
(como en la historia de amor) como la que sólo un genio de un enorme corazón
y un extraordinario talento podría
llevar a buen término, siempre con el desparpajo de quien es simpático, sin
falta de carisma, y con la naturalidad de quien a parte de no fingir lo que
hace es facturado del modo más fácil, esa sencillez tan difícil para la mayoría
de los mortales en determinados momentos en los que sería un preciado regalo.
En La quimera del oro la necesidad se apodera de la historia, como en
tantas otras de Chaplin, hasta el
punto de tener que llegar a comer lo incomestible con algún que otro pudor,
pero sin cortarse una vez se ha empezado a hincar el diente al zapato cocinado
por un hambre que hará que su amigo Big
Jim vea en los momentos más críticos un pollo listo para sacrificar en vez
de a un amigo. Esa pobreza es la del vagabundo, Charlot, y la gente más humilde, historias recurrentes que no dejan
de ser duras, a la vez que tiernas, historietas protagonizadas por Charles Chaplin, ese maravilloso ilusionista que nos hacía reír y también
soñar… y eso que soy más de Keaton.
Su mímica, su comicidad, su respeto por el equilibrio en el humor y sus grandes
historias contadas con una sencillez universal y un dinamismo de un ritmo
perfecto, ideal, a veces vertiginoso, convierten al personaje en único e
imprescindible. Y si le sumamos a una película como esta unos efectos
especiales increíblemente resultones para la época (¡¡¡pero si ni siquiera han
pasado de moda y no rascan prácticamente nada!!! Ahí está el desplome de una
parte de la montaña o mismamente la escena de la casa sobre el precipicio)
Alguien tan noble no puede merecer
tanta penuria, sería injusto, y como esto es cine que debería hacer sentir bien
el final lo arreglará todo a todos los niveles, un merecido happy end, aunque
alguien pueda pensar (a mí se me pasó por la cabeza) que la chica acaba con él
porque se hace rico en la empresa del oro junto a Big Jim, su socio… pero eso sería de mal pensados y posiblemente no
procedería en unas circunstancias en las que hay tanta ternura y calidez
humana, en la que hay tan buenos sentimientos.